Todas las personas hasta las más felices no
estamos exentas de sufrimiento. Es un hecho innegable que tarde o temprano, en
mayor o menor proporción, el dolor nos golpea más allá de lo estrictamente
físico, invadiendo todo nuestro ser y arrasando aquellas barreras que, bajas
quizás, no estaban en guardia ante un suceso inesperado. Y es allí dónde todo
se tiñe de un oscuro aparente e insalvable, de una profundidad sin fin, de un
desconsuelo permanente e insoslayable. ¿Quién puede decir lo que debe o no
vivirse en cada fibra, en cada pensamiento, en cada momento del ser y
transcurrir del dolor? Porque aunque sobren las palabras sabias y acertadas es
imposible aplacar una verdad innegable, que es mirar la miseria ocasionada por
una inmortalidad sostenida y una omnipotencia embanderada que se han vuelto
cenizas ante una realidad irrefutable. Es que a veces los seres humanos debemos
recordar nuestra mundanidad, ya que dejamos de lado o vapuleamos nuestra
humanidad, olvidando nuestra finitud, nuestra transitoriedad. Ese paso terrenal,
que debiera ser lleno de huellas afectuosas, huellas de comprensión, de escucha,
de palabras sensatas, de solidaridad, de respeto y amor, terminan por ser meras
marcas de las idas y venidas del transitar diario de la rutina ciega a las
verdades importantes de la vida. ¿Cómo entonces no sufrir, si se corre el
riesgo de perder aquello que se tuvo, pero a lo que no se le dio el lugar
correcto? ¿Cómo no sufrir entonces por una palabra no dicha, pero un perdón
jamás pedido, por una caricia no dada, por un momento no permitido, en
definitiva por una vida no vivida, resguardada y postergada a un tiempo que más
tarde al final creemos seguro que llegará? Cuesta la resiliencia, cuesta
entender como otros pudieron salir fortalecidos y enriquecidos tras el dolor,
cuesta porque quizás nunca nos hemos enfrentado a la tarea de pensar lo
verdaderamente importante de nuestra vida; el motivo y motor por el cual nos
movemos a cada instante, la razón de nuestra existencia, o tal vez quizás, sólo
tal vez, nos atrevimos a hacerlo pero decidimos -porque es una decisión cada
paso, cada gesto, cada palabra o cada silencio- priorizar lo que viene, lo que
aún no es, mirar adelante y más adelante, ignorando lo que acontece a nuestros
costados, a veces yendo por delante de nuestros cuerpos o hasta de nuestras
mentes, en definitiva hasta olvidándonos de nosotros mismos.
¿Cómo entonces es posible encontrar un ápice de
luz a sabiendas de lo inevitable del sufrimiento? ¿No sería acaso desgastar fuerzas en vano en
luchar contra lo invencible? Preguntas que se tornan un torbellino en el
reflexionar, pero aunque suene un desvarío la respuesta es simple y compleja, y
es que se puede. No es un poder por mero capricho, sino basado en la convicción
de saber y comprobar una y otra vez, que el sufrimiento puede acabar con
nosotros sólo si ha podido adelantarse a nosotros. No hace falta ser un gran
maestro de la exploración personal, menos aún alguien carente de miedos, sino
poder conocernos lo suficiente, reconocer primero nuestras limitaciones para buscar
con anticipo los puntos de apoyo a esas débiles barreras, a la vez que rescatar
nuestras potencialidades para ponerlas al servicio de esas energías que
escasean en duros momentos, siempre teniendo como guía un motivo por el cual se
está y se sigue, habiendo podido ser y actuar en el tiempo preciso que es este
presente tan socavado. No olvidemos cuántas veces somos prisioneros del rigor,
de los opuestos, que recién enfrentando un extremo aprendemos a valorar lo
bueno. No nos dejemos estar, por favor, no nos dejemos, estemos un paso
adelante del sufrimiento.
